No es para mí.
No lleva mi nombre.
No fue casual,
brillos mutilados arañaban el polvo que surgía de tus ojos,
y criminales con argucias chapuceras encumbraban su deslealtad
entre el sigilo de las farolas fundidas del atardecer
y los escuetos rincones donde calla la ignorancia,
desde ese lugar donde resolver la paciencia desierta de antorchas anochecidas.
Nos quedamos sin palabras,
arrojamos al frio de los deshielos cualquier atisbo de ignorancia
mientras nos volvíamos adultos de repente,
entre copas de magia y drogas de esas que diseñan sonrisas,
que nos hacen demorar por unas horas
aquella realidad repugnante que nos asola.
Nos quedamos en el quicio de la vida,
susurrándonos de pena lo que no fuimos capaces de chillarnos una noche cualquiera.
Y sobrevivimos a tanta penuria del mismo modo que lo hacemos siempre
inventando sonrisas donde casi, casi,
no caben las penas.
Asistimos a esa ceremonia del absurdo con aquellos dos jóvenes de azul
que no paraban de ser estúpidamente correctos.
Parecían implorarnos que nos fuéramos de aquella inmaterial circunstancia
con una solución tan confusa y banal que no tuvimos más remedio
que desaparecer entre las sombras de sus linternas,
con la elegancia de los que sin querer
hacen brillar los espacios sin pretenderlo,
saludándonos a los lejos con un leve toque de sombrero
o esa sonrisa que implacable siempre nos acompaña
aún en los momentos más humildes donde la tristeza se nos agarra,
y sin poder despojarnos de ella
la hacemos nuestra y vivimos a su lado
como fiel compañera.
¡Ay Candy! ¿dónde te escondes.?
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